El plan era ver Barbie, en casa, ir a dormir temprano. Era el último día de Sofi en Lima y todavía tenía que empacar. No había mucho tiempo para otras cosas. El plan era empacar y ver Barbie. Eso. Dormir temprano.
Antes de eso, salimos a almorzar con mis papás de despedida. Conversamos, comimos, reímos. Les contamos de nuestro viaje a Cusco, los treinta-mil pasos que dimos al día, las prendas de alpaca que compramos, los paisajes imponentes que vimos. Después del postre, le propuse a Sofi que camináramos por San Isidro una última vez, por el parque Roosevelt, Miguel Dasso, quizás tomar un café, aprovechar del poco sol que se asomaba entre las nubes grises de Lima.
¿Quieres ir a una librería que me gusta mucho? Le pregunté a Sofi mientras caminábamos.
Sonrió de inmediato. Los dos ya sabíamos que esto iba a suceder. Con nosotros, todo suele terminar en una librería. Caminamos a la Librería Sur en Pardo y Aliaga, una de mis favoritas. Pasamos casi una hora ahí, merodeando, deambulando felices, sin mucho rumbo ni destino. Ya tenemos demasiados libros, nos dijimos. Pero igual no nos fuimos.
Pocos minutos antes de irnos a tomar un café, vi un librito delgado color crema al otro lado de la tienda, un libro sílfido y coqueto, que sentí que me hacía ojos desde lejos. ¿Podría ser? Ya llevaba varios años buscándolo en librerías y creo que me había dado por vencido de encontrarlo, pero ahí estaba: Bonsái de Alejandro Zambra. Un libro pequeño, sutil, ameno; de esos libros que mucha gente recomienda pero nunca saben decir de qué trata, o quizás, no quieren decir de qué trata para que el libro hable por sí mismo. Me imagino que, por ser tan pequeño, tan “literario”, muchas librerías no lo tienen en stock.
Siempre he querido leer este libro, le dije a Sofi.
Al principio, la descripción de atrás no la convenció. Ella siempre lee la contraportada.
Suena un poco aburridón, no?
Quizás, le dije. Igual lo compro antes de que nuevamente no lo pueda encontrar.
Sofi, por su lado, se compró Ficciones de Borges y yo, aparte de Bonsái, compré El arte de la ficción de James Salter y una edición hermosa de Maqroll el Gaviero de Álvaro Mutis. Caminamos a un café cerca y nos pedimos dos lattes para llevar.
Todavía me falta empacar, dijo Sofi, mejor vamos yendo de una vez con café en mano si queremos tener tiempo de ver una película y descansar.
Los dos asentimos con la cabeza. Nos sentamos un rato para esperar el café. Empacar, ver Barbie, dormir temprano. Ese era el plan.
Déjame ver de nuevo el librito ese, dijo Sofi.
Va pues, dije.
Ahora, me leyó la contraportada en voz alta. Algo de leerlo en voz alta la convenció. Esta vez, le llamó la atención.
¿No qué no? pregunté.
No sé, dijo ella. Me gusta el título.
Lo tomé de sus manos. Desnudé al pequeño libro del cobertor de plástico. Leí el título en voz alta.
Bonsái, dije.
Sofí sonrió. Lo abrí.
¿Leemos el primer párrafo? dije.
Va pues, dijo Sofi.
Comencé: “Al final ella muere y él se queda solo, aunque en realidad se había quedado solo varios años antes de la muerte de ella, de Emilia. Pongamos que ella se llama o se llamaba Emilia y que él se llama, se llamaba y se sigue llamando Julio. Julio y Emilia. Al final Emilia muere y Julio no muere. El resto es literatura…”
Nos miramos, atónitos.
Joder, tío, dije.
Joder, dijo Sofi.
(A veces me hago el español y Sofi me sigue la corriente).
Pues ahora lo leemos, tío, me dijo.
¿Cómo pude haber dudado que lo último que haríamos antes de que Sofi se tenga que ir de regreso a Guatemala era esto, leer juntos, como siempre? Barbie podría esperar. Dormir temprano podría esperar.
Leímos Bonsái toda esa tarde y noche, en el café, en el taxi, en el suelo junto a la maleta, en el sofá, en voz alta, turnándonos cada par de páginas, sin saber que Julio y Emilia hacían lo mismo, leerse libros en voz alta, conversarlos, sin saber que la mejor (o quizás la única y verdadera) forma de leer este magnífico libro es justamente en pareja, en voz alta, la mirada de uno en el papel y la del otro en el otro.
Ya he dicho antes que no soy de dar resúmenes pero en este caso Bonsái no lo necesita. Lo único que uno tiene que saber es que es una carta de amor: a la literatura, al amor y al desamor, a Chile, al absurdismo (¿quizás realismo?) de la vida. Zambra escribe Bonsái con el ritmo de un poeta, el humor de un comediante y la delicadeza de un pintor impresionista. Esta era la despedida perfecta.
Hay libros que no se dejan encontrar fácil; que te vacilan y tantean por años de años; que permanecen en algún recoveco de tu cerebro, sonriéndote hasta que por fin lo encuentras y le dices: querido libro, por fin te he encontrado, te estabas escondiendo de mí, ¿verdad? Entonces, el libro se abre (o si tienes suerte lo abre la persona que más quieres) y el librito dice: pero Marcelo, yo soy el que te ha estado buscando todo este tiempo y no te encontraba. Y piensas: quizás lo bueno no se persigue, quizás se encuentra cuando se tiene que encontrar.
Cuando terminamos el libro, ya eran las once y media y Sofi se tenía que ir al aeropuerto a las tres de la mañana. Nos reímos en complicidad de que habíamos hecho algo tan nuestro, algo tan tonto pero divertido.
Casi al final del libro Zambra escribe: “El final de esta historia debería ilusionarnos, pero no nos ilusiona.”
Sofi se fue. Bonsái se acabó. ¿Acaso te pasas toda la vida buscando, solo para despedirte mil veces?
Pero, no. No concuerdo con Zambra. Claro que hay ilusión. Siempre hay ilusión.
Vivir, existir, sentir: es difícil, imposible, desgarrador, pero vale la pena, vale la pena, vale toda la pena.
Me dejas siempre con una sonrisa por dentro y por fuera, con una sensacion de satisfaccion, de orgullo, y tambien de sorpresa
gracias mi marce por compartir un pedacito de ti, de tu vida, de tu transcurrir y vivir con las palabras escritas como compañeras de viaje...