“It is what you read when you don't have to, that determines what you will be when you can't help it.”
― Oscar Wilde
Cuando tenía once años, me robaba libros de la biblioteca de mi colegio. Tenía una lista llamada “Los Libros Prohibidos”, que incluía todos los que no debía leer y los que quería ocultar para no ser juzgado. Me escondía detrás de uno de los sofás en la “zona de lectura” y metía dos o tres en mi mochila. Sacaba la mochila por la ventana y la recogía del otro lado. Era mi mayor secreto. Yo era un ladrón y nadie lo sabía. Un ladrón de libros.
Odiaba la lectura obligatoria. Los libros que nos hacían leer en el colegio me aburrían a muerte. Eran libros que con el tiempo llegué a apreciar pero que en esos años detestaba porque se me imponían como la única literatura importante. Dickens, Golding, Shakespeare, Salinger. Eran autores que yo no estaba listo para leer y disfrutar. Me convertí en un ladrón de libros porque todo lo que me gustaba no era parte de lo obligatorio o lo correcto.
Estaba, por ejemplo, la serie Escalofríos, los famosos libros de R.L Stine que una profesora de cuarto grado me había dicho que eran diabólicos e inapropiados. Lo mismo me dijo mi profesor de religión. A mi me encantaban. Esos fueron mis primeros robos.
Luego estaban los libros de Shel Silverstein y Dr. Seuss, que no podía leer porque eran para niños mucho más pequeños que yo.
—¿No estás muy grande para esos libros?— me preguntó una compañera de clase alguna vez, burlándose—. Ni que tuvieras cinco años.
También estaba la interminable serie Las aventuras de Mary-Kate y Ashley, él más secreto de mis libros prohibidos, que no podía leer en público porque eran para niñas. Un día, un chico mayor me había encontrado leyendo a las hermanas Olsen en el autobús camino a mi casa y me había dado un golpe duro en la cabeza.
—Mirá, ché —le dijo a uno de sus amigos (en mi memoria, el bravucón era argentino)—. Este boludo está leshendo cosas de maricones. Oshe, gordito ¿será que sos uno de esos confundidos?
Esa noche, sentado detrás del sofá de la sala de mi casa, mi escondite preferido, me salió una lágrima mientras leía. Me devoraba esos libros como barras de chocolate cuando uno está a dieta. Sentía que todo lo que me gustaba era prohibido y todo lo que sí debía leer, lo odiaba. Solo meses después, mis días de ladrón acabarían cuando un profesor me dijo algo que nunca voy a olvidar.
—Si no puedes apreciar los libros que te asignamos en el colegio, no eres un lector. Ser flojo no te hace único. Quizás leer no es lo tuyo.
Jorge Luis Borges decía que la lectura obligatoria era la muerte de la literatura. Decía que el mayor error del sistema educativo era designar a los libros como una tarea que debemos hacer y no necesariamente disfrutar. “Creo que la frase lectura obligatoria es un contrasentido,” dijo Borges. “La lectura no debe ser obligatoria. Es como decir placer obligatorio. El placer es algo que buscamos. ¿La felicidad puede ser obligatoria? No. La felicidad la buscamos también [...] La lectura nunca debe ser una obligación sino un goce.”
Después de los doce años, no volví a leer un libro por mucho tiempo. El mundo me había dicho que los libros no eran para mi. Y los que sí, ni eran libros. Me dediqué a aprobar los exámenes leyendo resúmenes y poco a poco comencé a odiar la literatura. Por muchos años, leer era una forma de tortura. El ladrón de libros ya no existía. La lectura obligatoria lo había matado.
Muchos de nosotros creemos que no somos lectores por esta misma razón. Por creer que no hay libros para nosotros. Por creer que la lectura es algo que debemos hacer por obligación. Nos decimos lo que el profesor me dijo hace tantos años: quizás leer no es lo tuyo. No lo vemos como una película o una canción, porque no hay música o cine obligatorio. Pero la lectura puede ser uno de los mayores placeres de la vida. Y leer es para todos.
Hoy, creo con mucha convicción que hay un libro (o muchos libros) para cada uno de nosotros. Si no lo has encontrado todavía, es porque nunca te dieron la libertad de buscarlo. No es tu culpa. Para mi, ese libro fue The Giver de Lois Lowry, un maravilloso libro que a mis 17 años restauró mi amor por la lectura. Me tomó mucho tiempo darme cuenta que lo que estaba haciendo no era robar libros por vergüenza. El ladrón de libros dentro mío quería gozar y buscar la felicidad. Quería leer para sonreír.
Si algo les quiero dejar hoy, no es que vayan a robar libros a su biblioteca más cercana. Lo que quiero decir es que allá afuera, quizás a la vuelta de la esquina o a un par de libros de distancia, hay un libro que te está esperando. Un libro que restaurará tu amor por la lectura. Un libro que seguramente, en alguna parte del mundo, o para algún chico de algún colegio, es prohibido. Tu Escalofríos, tu Mary-Kate y Ashley.
“Books are a uniquely portable magic,” escribió Stephen King.
Y yo me pregunto: ¿Cómo no salir a buscar la magia?
Les dejo una pequeña lista de magias portátiles, por si quieren ir explorando.
Cuentos cortos:
“A Temporary Matter”, Jhumpa Lahiri
“Going for a Beer”, Robert Coover
“Blanca”, Jared Jackson
“Bartleby The Scrivener”, Herman Melville
“Ojos de perro azul”, Gabriel García Marquez
“Water Liars”, Barry Hannah
“The Lottery”, Shirley Jackson
“The Ones Who Walk From Omelas”, Ursula K. Leguin
“La biblioteca de Babel”, Jorge Luis Borges
“Las lunas de Júpiter”, Alice Munro
Novelas:
The Buddha in the Attic, Julie Otsuka
Confederacy of Dunces, John Kennedy Toole
Marina, Carlos Ruiz Zafón
Passing, Nella Larsen
Days of Abandonment, Elena Ferrante
Invisible Man, Ralph Ellison
Temporada de Huracanes, Fernanda Melchor
A Visit from the Goon Squad, Jennifer Egan
The Brief and Wondrous Life of Oscar Wao, Junot Díaz
Mega identificado.