“We don’t even ask happiness, just a little less pain.”
― Charles Bukowski
Ya van varios días que despierto de un mismo sueño. Un cuarto a oscuras, vasto y expansivo como el universo. Siento un dolor punzante y familiar en la espalda y un temor inespecífico creciente. No estoy seguro si algo me persigue o si yo persigo algo. De todas formas, camino cojeando hacia adelante, sin saber bien dónde estoy. A lo lejos, veo una luz muy pequeña, como una estrella tintineante, que parpadea en el horizonte. Algo me dice que tengo que ir hacia ella, que este cuarto no es seguro. Al comienzo, el dolor es tan intenso que no puedo caminar erguido pero mientras más me acerco a la luz, menos dolor siento. Cuando la dolencia ha disminuido lo suficiente, corro. Corro hasta que el cuarto se llena de luz blanca y lo único que siento es mi corazón agitado. Justo cuando el dolor desaparece, la luz ilumina una biblioteca gigantesca. En eso, despierto.
He vivido con dolor de espalda por casi 15 años. Va y viene como la marea pero nunca desaparece del todo. A veces produce olas tremendas como las de Nazaré, otras veces el mar permanece manso y tibio. Nunca sé qué deparará la semana o el mes. Últimamente, cuando despierto de este sueño, creo sentir un instante de alivio, de normalidad. La luz que iluminó aquella biblioteca extraña parece haberme curado. Pero casi de inmediato, la realidad anuncia la inocencia de mi fantasía. No hay una estrella mágica que cura. Los sueños son solo sueños. Vivo con esto. Es parte de mí y yo soy parte de él. Del dolor y el miedo, que muchas veces son lo mismo.
La primera vez que sentí dolor de espalda, tenía quince años y no sabía lo que vendría tiempo después. Estaba sentado en el sillón de la sala de mi casa, seguramente viendo alguna película. Apareció un ligero hincón que permanecería ahí el resto del día. Esa tarde, jugaba baloncesto con unos amigos durante un recreo cualquiera. Casi al final del partido salté para bloquear un tiro y caí mal, espalda y glúteos contra el piso de madera. De ahí, no me pude parar. Al cabo de unos minutos, un profesor de gimnasia me cargó con cuidado a la enfermería. No te preocupes tanto, me dijo, el dolor es parte de la vida. Yo lloraba en silencio sin cesar. Es poco probable que esa caída sea el origen de todo. Pero ahí, creo yo, comenzó el miedo al dolor. Después vendría lo más grave: dolores lumbares y de cadera, hernias discales e inguinales, años de fútbol americano y golpes que probablemente jugaron un papel importante. En esos años, el dolor creció poco a poco pero el miedo al dolor creció de manera exponencial. Años después, creo que vivo más con ese miedo que con el dolor en sí. Recito las palabras del profesor a modo de refrán: el dolor es parte de la vida. No sé si se refería a esto.
Hace poco le pregunté a mi fisioterapeuta por qué me dolía tanto algo que a otros con problemas similares no les causa más que una simple molestia. El dolor es como el amor, me dijo, solo tú puedes sentirlo como lo sientes, la intensidad varía para todos. Creo que mucho tiene que ver con la memoria de lo que uno ha vivido. Al que le han roto el corazón, el amor puede ser algo que causa miedo. El que se ha roto un hueso en la pierna no vuelve a jugar fútbol de la misma manera. De vez en cuando recuerdo un episodio que me marcó. Tendría 20 años. Mi familia y yo viajamos a una playa en México dónde estaban mis amigos de la universidad. El primer día, mientras jugábamos fútbol en la playa, el dolor comenzó de un momento a otro. Para el segundo día, no podía caminar. Sentía una profunda vergüenza. Yo, Marcelo, estaba dañado. “¿Tan joven y con problemas de espalda?” No recuerdo quién dijo esta frase en ese momento, quizás una de las enfermeras que me atendió pero es algo que oído muchas veces. Sentía dolor, claro, pero lo que más sentí entonces era una profunda inseguridad y desconfianza en torno a mi cuerpo. Yo era un juguete averiado. Un producto con fallas de fábrica sin política de retorno. No era el dolor lo que me había marcado, era el sentimiento de que yo nunca podría ser como antes ni como otros.
He tenido buenos momentos. Pasé cuatro años sin el dolor al que más le temo, del 2017 al 2021. Claro que había otros dolores, de los que nadie se salva. Esos fueron los mismos años en los que descubrí el dolor emocional tras una ruptura amorosa, aquel dolor inexplicable que no tiene un solo foco sino que irradia por el alma entera. También hubo dolores quiméricos como el de la soledad y el fracaso. Sufrí el frecuente dolor de cabeza ocasionado por resacas monumentales, dolores de cuello por estar pegado a una pantalla y el ocasional dolor de estómago por excederme con el McDonalds de las cuatro de la mañana o el sushi barato de la tienda minúscula en la esquina de Broadway que más de una vez estuvo cerrado por temas de salud pública. Pero el dolor lumbar no llegó. Estaba más flaco y en mejor forma. Iba al gimnasio diariamente y comía saludable. Quizás el tratamiento y la fisioterapia que había llevado en esos años previos había funcionado. Mis averías habían sido resueltas. Por primera vez desde la adolescencia, llegué a olvidar el dolor, el miedo profundo, ese sentimiento de vergüenza e insuficiencia. Llegué a ejercer la herramienta más poderosa que tiene el ser humano: el olvido. Pero eso no duraría para siempre.
En agosto de 2022, hace exactamente dos años, tuve otro episodio que me dejó en cama. Estuve sentado trabajando un día entero y creo que mi cuerpo no aguantó más. Me había engordado nuevamente y no estaba estirando y haciendo ejercicio de manera constante. El hincón llegó una tarde de fin de semana y me quedé preocupado el resto del día, con una premonición flotando en mi cerebro. A la mañana siguiente, ya no era el mismo. Estuve en cama cinco días sufriendo de un dolor tan intenso que es difícil de invocar ahora. Me visitaron diferentes doctores y fisioterapeutas para colocarme inyecciones, probar métodos no tradicionales de medicina y masajear el área como quien acaricia a un tigre de bengala que en cualquier momento puede optar por comerte un brazo. Al cabo de esos cinco días, cuando por fin pude caminar y la luz de aquella biblioteca oscura se prendía, sabía que todo había cambiado. El dolor había regresado, y con él, el miedo en forma de un velo que cubre tu rostro y tu vista para tornar la vida de un cierto color. Mi presente, y por ende mi futuro cercano, había cambiado una vez más. Había vuelto al origen del dolor.
De vez en cuando veo videos en YouTube de quiroprácticos que ayudan a las personas a disminuir el dolor crónico. Usualmente son videos cortos, de un par de minutos, que enseñan las manipulaciones articulares que más producen esos sonidos placenteros que asociamos con el alivio, ese “pop” estruendoso que en Perú conocemos como “sacar un conejo”. El video siempre termina con la reacción del paciente después del “conejo” en la zona que más le ocasiona dolor. Muchas veces, esa reacción puede ser muy emocional. Esta es mi parte favorita de los videos. Veo el alivio en sus rostros, en sus ojos llenos de lágrimas. Me siento identificado, reflejado, cuando dicen: “Es la primera vez en diez años que no siento dolor.” A veces lloro con ellos. Los entiendo. Sé que la mayoría de estos videos son una forma de marketing. No representa para ellos una nueva realidad sin dolor sino un pequeño momento de alivio. Pero a veces eso es suficiente. A veces solo basta con ver el alivio de otros para sentir alivio propio.
Es septiembre del 2024. El dolor no ha parado desde que regresó a mi vida y a veces siento que sigue creciendo. Voy a terapia. Uso un cojín. Hago ejercicio y estiramientos. Tengo todos los cachivaches de la ergonomía. A veces voy bien y a veces voy mal. Sigo aprendiendo a vivir con esto. Me he dado cuenta que no tengo mucha tolerancia al dolor. Intento ser más fuerte, más paciente, pero fallo. Hago algo tonto, me desespero, aprendo, sigo. Ahora, pienso en el origen. Pero qué más da. Ya estoy aquí, ¿no? ¿Cómo puedo mejorar mi calidad de vida dentro de mis circunstancias? Esa es la pregunta de verdad. No se trata de alcanzar una luz panacea. Son pequeños cambios, pequeños esfuerzos. Bajar de peso, practicar ejercicio con cuidado, continuar con terapia. A pesar del dolor, la vida va bien. No pierdo ni espero perder nunca mi espíritu optimista. Ninguna vida es fácil. A todos nos toca vivir el dolor, el sufrimiento, los momentos de oscuridad. He sido culpable de pensar: qué fácil la tiene, ¿no? Pero uno nunca sabe lo que los demás están atravesando. El dolor le llega a todos. La felicidad, la plenitud, el agradecimiento; eso es más escaso y no a todos les toca. Agradezco lo que tengo y lo que no. Caminar, conversar, trabajar, amar, convivir, compartir. La suerte me sobra.
Quizás el origen del dolor y el miedo no es tan importante. Quizás lo más importante es el agradecimiento. Si puedes agradecer lo difícil, todo lo demás es más fácil. Hay aquellos que se quedan sin brazos, sin piernas, sin poder caminar o ver u oír, hay aquellos que se quedan sin nada pero cuando los conoces es como si tuvieran todo. Hay los que ven la muerte a los ojos, los que enfrentan al olvido y la miseria y luego la abrazan y tanto la muerte como la miseria quedan desarmadas, sin nada qué hacer o decir, sin forma de lograr lo que querían, todo porque están agradecidos, porque miraron hacia adentro y se dijeron, esta vida, yo, todo lo que tengo, es suficiente y todo lo bueno que me toca, a pesar de todo, lo merezco, lo agradezco, porque sigo aquí, sigo vivo, sigo respirando, sigo soñando, sigo siendo yo mismo.
https://www.libros.unam.mx/diario-del-dolor-9786073035613-libro.html
Aun no lo he leído pero esta en mi lista :)