Es un lindo día pero yo no lo siento así.
En las novelas literarias, el clima, el ambiente, todo lo que rodea al personaje, refleja su interior. Cuando Gatsby espera la llegada de Daisy, no para de llover. Gatsby está nervioso, desesperado y lo que pasa alrededor, la lluvia incesante, es nada más que un espejo emocional. Para Meursault en El Extranjero, cada catástrofe de su vida—la muerte de su madre, el asesinato que comete, el juicio que lo hunde—viene acompañado de un calor extremo, un sol desesperante y absurdo. En la ficción siempre es así, el exterior es el reflejo de lo que uno siente, pero en la vida real, el ambiente no reacciona a tus emociones. Tu interioridad existe por separado a todo lo demás y eso, a veces, te puede hacer sentir más solo.
Hoy es uno de esos días. Es mi último día en Guate. El cielo está de buenas, azulino y sin una nube, como casi siempre. Mi celular marca la temperatura en 23 grados, prácticamente perfecta. Los árboles están vestidos de un verde reluciente y los pajaritos cantan melódicamente. Afuera todo está hermoso, pero por dentro yo siento todo lo opuesto. Si esto fuese una novela, sería un día amargo y gris. La canción de los pájaros rechinaría en mis oídos, los árboles llorarían hojas y el cielo estaría de luto. Pero no soy un personaje en una novela. Al mundo no le importa como me siento. Mañana vuelo. Me alejo una vez más de Sofi. No sé cuándo la volveré a ver. Meses, probablemente. Sofi está trabajando en el hospital hoy y se queda de turno hasta mañana. Yo vuelo antes de que ella salga. Ya no la veo. Odio que el cielo esté azul, que la temperatura esté agradable. Odio que la vida no sea como yo la pueda escribir.
En un día como este, un personaje de Vargas Llosa iría a un bar a tomar con amigos. Un personaje de Ribeyro recorrería las calles fumando desesperadamente mientras que uno de Camus caminaría hasta encontrar un problema en el cual meterse. Un personaje de Kafka vería su tristeza transformada en algo monstruoso y vivo, mientras que uno de Cortázar comenzaría a vomitar criaturas extrañas. No hay suficiente evidencia para saber qué haría uno de mis personajes; no he escrito suficiente para eso. Pero es obvio lo que voy a hacer. La forma en la que el personaje de mi vida, yo, busca la felicidad transitoria. Salir a comer.
Quizás ese es el problema. La comida es para mi lo que el clima o el exterior es para los personajes en la ficción, un espejo de mis emociones. No siempre, claro, pero sí en un día como este. No importa que haya calor y que Guate esté en pleno verano, lo que necesito es una sopa caliente que me abrace, un platillo hondo de alegría para calmar mi espíritu desgarrado. Quiero el sabor de la nostalgia, el aroma de la felicidad. Decido ir a uno de mis lugares favoritos en toda la ciudad. A Bonito Ramen.
Llego a eso de las 3:30. Aún hay una larga cola afuera del pequeñísimo restaurante en la Avenida Las Américas pero tienen espacio para uno en la barra. Veo como los cocineros van paso a paso en la preparación, como si se tratase de un arte escénico. Veo cómo separan los fideos hechos esa mañana y los cocinan en caldo hirviendo por uno o dos minutos, cómo colocan los bowls al revés por encima de cada estufa para que el vapor los caliente. Observo minuciosamente mientras arman la sopa, capa por capa de diferentes líquidos y toppings para crear la mezcla perfecta. Primero el caldo claro de pollo con un tare añejado, luego una mezcla de especies concentradas y finalmente los acompañamientos: el huevo curado en soya, un poco de cebollín y nori, trozos de panceta de cerdo y los fideos que flotan pícaramente en el centro del bowl.
Apenas pruebo el caldo, me transporto al viaje en el que descubrí este maravilloso platillo, a la vez que fui a Tokio con mi amigo Steven y nos pasamos casi tres semanas explorando la ciudad y su comida. Recuerdo también las veces que he llevado a Sofi a lugares de ramen y cómo se ríe de mi entusiasmo. Siento el vapor besar mis labios y subir por mi nariz; el ligero aroma a tare y shoyu me provoca una sonrisa; el sabor del caldo salado me embriaga de una nostalgia hermosa y extraña. Los fideos son suaves y esponjosos mientras que los trozos de panceta están ahumados a la perfección. Estoy sudando del calor, sentado en un banco algo incómodo, pero por unos minutos soy realmente feliz, por unos minutos mi interior controla la vida exterior. Hay pocas comidas que nos pueden hacer sentir así. Para mí, es el ramen.
En realidad, la sopa no ha resuelto nada, no ha cambiado los hechos de mi vida. Esto no es una novela que se puede controlar con los dedos al teclado. La realidad es que vivo en Lima y Sofi vive acá. La realidad es que a pesar de lo que siento, el día sigue estando lindo, el cielo despejado, los árboles en estado primaveral. Cuando salgo del restaurante, miro a mi alrededor y me doy cuenta que tengo una suerte inmensa. Puedo visitar a Sofi seguido, puedo comer mi comida favorita, puedo recordar los momentos felices de mi vida. Me doy cuenta que mi interior no controla mi exterior y eso es bueno, incluso primordial y necesario. El contraste da sentido y perspectiva. Si la vida fuera como una novela, todo estaría atado a un centro narrativo, a un tono, a un sólo color que pinta las paredes de mi existencia. Pero no es así. La vida está llena de matices, de sentimientos contradictorios, de momentos agridulces. Esto es lo que las mejores novelas intentan alcanzar, al menos las postmodernas, que en su esfuerzo de capturar la vida, de contar algo que se sienta verídico, capturan no sólo el reflejo emocional del personaje sino cómo la interioridad y la exterioridad se contradicen, cómo la vida exige paradojas, cómo a pesar del sol de afuera, hay una tormenta por dentro.
Es mi último día en Guate. No es coincidencia que me he comido una sopa agridulce, un caldo salado y ácido a la vez. Sé que volveré pronto, pero para volver tengo que irme. Al final de la tarde, Sofi encuentra un momento para escaparse del turno y despedirse de mí. Voy hasta el hospital San Juan para verla. La despedida no dura ni 10 minutos. Han llegado muchos pacientes y Sofi no tiene tanto tiempo. Esta despedida no es triste, como han sido otras, y no sé exactamente por qué. Vivir lejos de la persona que quieres nunca es fácil. Pero nada es fácil en la vida.
Estamos en el carro, conversando en vez de despedirnos. Por unos segundos, nos olvidamos que mañana ya no nos vamos a ver. Le cuento del ramen que me fui a comer y ella me cuenta de todos los pacientes que le toca atender hoy. Afuera, el cielo se oscurece rápidamente y comienza a llover, pero dentro del carro, aunque sean sólo unos minutos, nos reímos. Dentro de mí hay una laguna plácida y celeste y afuera hay una tormenta. Me río de la contradicción. Cuando Sofi sale del carro y corre hacia la entrada del hospital bajo la lluvia, me doy cuenta que no dijimos adiós, que no nos despedimos formalmente. Sabemos que a pesar de la dificultad de estar separados por miles de kilómetros, la tenemos bastante fácil. El amor así de bueno es bastante fácil.
No sé cómo acabar esto. De cierta forma, es mejor que no haya final. Quizás afuera hay sol o una tormenta muy fuerte, no lo sé. Pero acá adentro no hay más que un sol de agradecimiento.
la facilidad y gracia con la que escribes siempre me emociona mi Marce... gracias por compartirte. TQM , Pa