El domingo pasado, mi abuela Julie me ganó 3-2 en un arduo partido de Rummikub que duró más de dos horas. En los últimos minutos del desempate, vi cómo se le pintaba una sonrisa pícara en la cara y sus ojos brillaban de la emoción. Cuando le pregunté si ya había ganado, se echó a reír a carcajadas diciendo: “No, no, todavía falta para eso”. Con esas palabras, supe que ya me encontraba frente al pelotón de fusilamiento. Tenía dos fichas repetidas. Se me habían acabado los comodines. Parecía no haber escapatoria.
Prometí darlo todo en esos últimos minutos. Revolví la mesa entera pero no lograba salir del aprieto. Jul me tenía acorralado. Los que juegan juegos de mesa conocen bien el sentimiento que la invadió en ese momento: el dulce sabor de un triunfo olímpico avecinándose y la gloria de poder decir “bueno, mi querido Marce, lamento anunciar que esto se ha acabado”. Su última jugada fue majestuosa. Separó cinco diferentes combinaciones y puso en mesa un dos rojo y un trece naranja que encajaban perfecto. No pude más que aplaudir. A sus pocos 82 años, mi abuela me había dado una clase maestra del juego. Jul se paró de su silla y dio un pasito de baile. Qué alegría ver a mi abuela así, pensé, risueña de ganarle a su nieto.
Visito a Jul una vez a la semana para almorzar juntos, conversar de la vida y jugar Rummikub hasta que el tiempo se nos acabe. Lo lindo de esta tradición no es la alegría de ganar o la emoción de competir, es más bien la oportunidad de disfrutar juntos. El slogan de Rummikub es “The game that brings people together”. Qué marketing más preciso.
Cuando viví en el extranjero por muchos años, extrañé a mi familia tremendamente; mis abuelos, mis tíos, mis primos. La distancia me hizo apreciar lo que otros no podían ver. Me daba mucha lástima cuando alguien que conocía me decía: “Hoy me toca ir con mis abuelos, qué flojera.” No lo decían porque no los querían. Simplemente no se daban cuenta de lo que tenían. No sabían que esa posibilidad de pasar tiempo con ellos es sumamente limitada y efímera. A todos nos llega el día en que no podemos compartir ese tiempo porque esas personas ya no están.
Cuando se murió mi abuelo Papalú, uno de mis mejores amigos y más cercanos confidentes, con quien podía pasar días enteros filosofando y haciéndome el adulto, mi corazón entendió que el tiempo es finito y fugaz pero el amor y las memorias se quedan contigo hasta tu último día. Desde ese entonces, he intentado cumplir mi promesa de pasar tiempo con los que más quiero. No he sido ni cerca de perfecto, hay días que tengo que cancelar planes con ellos o me veo forzado a priorizar otras cosas pero quiero seguir intentando.
Quiero jugar todos los partidos de Rummikub con Jul. Quiero seguir visitando a mi abuelo Jaimelo para hacer juntos el crucigrama y ver los partidos de la Champions. Quiero ver películas y fútbol con mis papás y disfrutar sus ataques de risa. Quiero jugar con mi perro Güerito y conversar de tonterías con mis hermanos. Quiero brindar con mis amigos y tomar más viajes con ellos. Quiero caminar de la mano de Sofi y comer sushi hasta que explotemos.
Quiero poder decir al final del día: “Pueda que hoy no sea el campeón de Rummikub, pero mínimo la vi campeonar a ella.”
El tiempo se acaba. Disfrútalo con ellos.
Una obra de arte.
disfrutar a los que mas quieres es fundamental en la vida. te llena y te da la tranquilidad de cuando se vayan saber que los viviste y compartiste a full. Nice read. gcs