Cada uno tiene una serie, película, libro al que regresa siempre. En tiempos de estrés, sequía creativa o para pasar el tiempo en la nostalgia, tener a esos personajes con los que uno ha crecido se convierte en una especie de terapia de identidad. El libro al que siempre regreso para perderme en sus páginas y decir esto es lo que quiero escribir algún día o simplemente para sentir que vuelvo a casa sin importar dónde esté, por ejemplo, es El extranjero de Albert Camus. Acompañar a Meursault el día después que murió su madre, es como sumergirme en el mar de mi adolescencia. También está La sombra del viento de Ruiz Zafón, los cuentos de Jorge Luis Borges, Lydia Davis y Raymond Carver o La breve y maravillosa vida de Oscar Wao de Junot Díaz, libros que me retornan a las memorias de mi descubrimiento precoz de la literatura y las vidas fuera de la mía, memorias del colegio o la universidad que se esconden en los recovecos resplandecientes de mi saudade personal. Luego están películas como 12 hombres en pugna, Lost in Translation o Good Will Hunting que me hicieron ver el entorno y la vida en general de forma distinta y a los cuales siempre, quizás cada año o dos, regreso con añoranza y placidez. Pero quizás la historia imaginaria a la que regreso con mayor frecuencia es esa serie que definió mis años más transformativos y que me ha acompañado a lo largo de todos mis años, la vida de esos seis amigos que permanecían sentados en el sofá del café neoyorkino llamado Central Perk dónde decían babosadas y crecían juntos desde sus 20s hasta el día en que se despidieron del departamento de Greenwich Village en el que habían creado muchas de las memorias colectivas que los unían. He regresado a FRIENDS tantas veces a lo largo de mi vida que no sabría decir con precisión en cuántas ocasiones he acompañado a Ross y Rachel en su relación turbia, a Joey en sus conquistas amorosas, a Phoebe en sus excentricidades y canciones inescuchables y a Chandler y Mónica en el descubrimiento de lo que es un amor inocente con la amistad como punto fundacional. FRIENDS para mi es un lago tibio y diáfano de memorias preciosas, una casa de la infancia a la que siempre puedo regresar sin ningún temor o ansiedad externa. Después de todos estos años regresando a sentarme con ellos en ese sofá color madera y escuchar sus conversaciones como si fuera uno más del grupo de amigos eternos, prender la televisión para verlos nuevamente es como parar el tiempo, como ignorar lo que hay alrededor para recobrar un sentido de asombro que había perdido.
Unas semanas atrás, regresé a FRIENDS como lo hago casi todos los años. Aunque quiero decir que esta vez fue diferente—me acerco cada vez más a la edad que los amigos de Central Perk tienen en esas últimas temporadas en las que se comienzan a casar o tener hijos o sentir que ya son adultos con vidas propias y encaminadas hacia un final feliz—el sentimiento es todo lo contrario. Se siente, más bien, que nada ha cambiado y que es exactamente como lo fue la primera vez, aquellas tardes en las que acompañaba a mi madre en su cama de nuestra casa en Ciudad de México cuando yo la veía reír y sonreír como una adolescente sin preocupaciones ni responsabilidades. Recuerdo hasta ahora que todos los jueves a las 7 p.m. cuando estrenaba un nuevo episodio de su entonces serie favorita, me escabullía por las escaleras hasta su habitación para verla reír y aunque no entendía todos los chistes y pequeñas anécdotas de la serie, sabía de todas formas que estaba participando en lo más esencial de todo, ser un observador de la cotidianidad y emocionarse por vivir muchas vidas dentro de una sola.
Hace unos años se puso de moda o más bien se viralizó una serie de artículos y tweets que salían en crítica a esa serie que amo. Recuerdo que llegaba de mis clases en la universidad para leerlos obsesivamente e intentar comprender cómo es que tantas personas podían ver algo tan distinto en lo que yo por años había visto con una sobra de cariño y felicidad y ellos lograban tener una experiencia completamente diferente a la mía, pudiendo ver con ojos de rabia y desgano a esos amigos que hablaban pachotadas y descubrían coloquialmente lo que era vivir y amar y conversar sin ningún camino predeterminado ni respuestas claras a la adultez. Descubrí en ese entonces, quizás por primera vez, la importancia de la crítica artística, más allá del valor estético de la obra en cuestión, y aprendí que siempre habrán dos o más versiones de la misma historia, que leer o ver o escuchar es algo profundamente personal y a la vez también influenciado por el tiempo político y moral en el que vive la persona que lo recibe. También comprendí que lo que más me apasionaba era ver como una historia podía tocar el corazón de muchas personas y la vez amargar a otras y, más importante aún, llenar de felicidad a mi madre.
Ahora, me doy cuenta que aprecio de sobremanera esa serie que me vio crecer no por su forma simple y carismática de contar una historia ni por su humor gringísimo y noventero con el cual aprendí a perfeccionar mi acento americano e imitar las costumbres de esa cultura indefinible y expansiva que es la estadounidense sino porque me otorgó un lenguaje para el amor y la amistad, un lenguaje basado en las relaciones complejas y también sencillas que implican ser una persona rodeada de otras personas en una vida mundana que exige momentos de complicidad y empatía por la cotidianidad.
FRIENDS nunca quiso emular la perspicacia de Seinfeld, la profundidad de Twin Peaks o el pensamiento filosófico de Sopranos. Lo único que querían los escritores Kauffman y Crane, al menos eso presiento, fue crear un hogar fuera del hogar del televidente, un espacio de humor cotidiano que celebraba nuestra idiosincrasia imperfecta, nuestra habilidad para no hacer nada más que apreciar el estar acompañado. Cuando prendo mi televisión y me encuentro con esos personajes nuevamente creo haber descubierto una vez más aquello que me convenció de ser escritor: contar una verdad tan intrínseca al humano que cualquiera se puede encontrar dentro de ella.
Esta noche, mientras ceno o mientras escribo esta carta que no cambiará al mundo, un mundo sumido en el dolor y a la vez en la belleza, veré con una sonrisa tan parecida a la de mi madre años atrás, como seis amigos dentro de una historia simplona y a veces costumbrista, logran convencerme de que estoy presenciando algo que es solamente mío, algo que fue contado solo para mis ojos y estaré convencido una vez más que es y siempre será la mejor serie de todos los tiempos. Y cuando los argumentos en contra lleguen, diré lo mismo que alguna vez dijo Monica Geller: “Why don't you stop worrying about sounding smart and just be yourself?”
¡Qué gusto leerte de nuevo!
Aunque nunca fui muy fan de friends si me hacia reir y apreciar la amistad que compartian