Vuelo de noche. Me duele la espalda, la cadera, las piernas, el cuello. Mi corazón ama viajar pero mi cuerpo tiene otras preferencias. Apenas llego a la Ciudad de México lo siento en el aire; la contaminación, la altura, la sequedad. Pero también noto otras cosas cuando saco la cabeza por la ventana del taxi, un popurrí de olores y sentimientos: el olor a tortilla fresquita, a adobo de achiote, a cebollines tatemados; una serie de memorias diáfanas que bailan en mi mente, maravillosos años de adolescencia y tequila, de amistades que aún perduran. ¡Cómo adoro esta ciudad! No importa que me ardan los labios y los ojos, y que en un par de días tendré la piel de un leproso.
Esta es la ciudad de mis años formativos, tierra de memorias primerizas, de amistades, de segundas casas, de gente muy querida. Pero también es la ciudad donde conocí a Sofi. Ya se ha vuelto tradición juntarnos acá cuando se puede. La primera noche salimos a caminar por la zona; siempre nos quedamos en Condesa o Roma, como buenos turistas, porque aquí pasa todo y más. Cada cuadra apuntamos a algo que recordamos con cariño. Ahí comenzó todo, dice Sofi, señalando el restaurante de nuestra primera comida juntos. No, ahí empezó todo, respondo yo una cuadra después, apuntando al bar dónde nos conocimos. No, no, ahí, dice Sofi: la terraza dónde de verdad conversamos por primera vez. Demasiadas memorias. Demasiados sitios que apuntar con el dedo.
Esa primera noche comemos sushi, por supuesto. En Ciudad de México se comen tacos, sí, pero en esta ciudad hay de todo y los nigiris son lo nuestro. Hay un sitio pequeño de comida japonesa que nos encanta y siempre es nuestra primera parada. Pasamos los otros días paseando y perdiéndonos en las calles angostas del México antiguo. Polanco, Coyoacán, Chapultepec, Reforma, Ámsterdam, Colima. Vamos a comprar libros al Péndulo tres veces porque decimos que si nos vamos a quedar pobres, que sea por comprar libros en exceso. Visitamos museos, aunque ya hayamos ido antes. Jumex, Antropología, Bellas Artes, el Contemporáneo. No me canso. Hay demasiado que hacer acá.
Miles de restaurantes y cafés. El Moro. Cardinal. Café Nin. El Jarocho. Rosetta. Máximo Bistrot. Cantón Mexicali. Tizoncito. Contramar. Las tostadas de atún y el pastel de higos de Contramar, los churros con cajeta del Moro, los fideos picantes de Cantón Mexicali, el capuchimoka del Café Jarocho. Estamos en el paraíso, en el nirvana de los sabores. Y después, por supuesto, salimos a tomar unos tragos. Sofía se burla de que yo solo pido margaritas. Tengo una obsesión. “No sabía que te gustaban tanto las margaritas, estoy repensando nuestra relación.” Pero yo las defiendo a la muerte. Una margarita bien hecha es el néctar de los dioses del Olimpo. La lista de bares buenos en Ciudad de México es interminable. Tantas memorias, tantos sabores refrescantes. Las Brujas. Limantour. Traspatio. Baltra. 686. Blanco. Café de Nadie. Seguimos caminando hasta que duelan los pies, viendo a buenos amigos en el camino.
Nos subimos a un bus. 5 horas hacia el norte. Milagrosamente, leo sin marearme. Fahrenheit 451. Un librazo. Llegamos al pueblo mágico, al que llaman el corazón de México. San Miguel de Allende. Es chico pero hermoso y uno no se cansa de caminar por la plaza, de escuchar a los mariachis serenar a locales y extranjeros. Caminamos de un lado a otro, perdidos pero felices. Hay tantas tiendas bonitas que para Sofía este lugar es un peligro. Hasta a mi me compra ropa y souvenirs. Y claro, yo la dejo consentirme. Desayuno en Panio, almuerzo en Atrio, cena en Ryoko y, por supuesto, una margarita en la terraza de Selina. Sofi, claro, tiene que comprar mango con chamoy y miguelito en el puesto de la esquina de la plaza. Yo soy más de los churros del Café San Agustín. Hay una energía especial en este sitio. El día siguiente, vamos al Viñedo San Lucas para hacer algo distinto. No sabemos nada de vino pero el lugar es hermoso y el vino es estupendo. No compramos botellas porque ya no nos entra nada en la maleta. En un abrir y cerrar de ojos, estamos en camino de regreso a la ciudad en otro bus. Pero tenemos algo especial planeado para nuestro último día.
Son las 4 am. Es demasiado temprano. No entiendo cómo mi papá se levanta a esta hora en su día a día, en serio. Nos juntamos con una pareja de buenos amigos Limeños, Joaquín y Ale, con la que hemos coincidido acá al mismo tiempo. Llegamos a Teotihuacán antes del amanecer. El cielo está claro, casi transparente. Hace el frío perfecto como para disfrutar una tacita de café caliente antes del paseo. Todos estamos nerviosos. Bueno, lo admito. Yo soy el más nervioso. Sofía no le tiene miedo ni al payaso de “IT”. Es doctora, lo ha visto todo. Yo me estoy cagando los pantalones. Pero son nervios buenos. Nos tomamos fotos junto al globo. Nuestro globo se llama Jambo de la empresa Flying Pictures México, estupenda. Porfa, Jambo, no nos falles, amigo. Nos subimos a la canasta junto a otras familias. Se eleva rápido. De pronto ya estamos en el aire, como si nada. Decenas de globos se elevan al mismo tiempo, unos ya están cientos de metros por encima. Es de los paisajes más lindos que he visto. El vuelo es pura paz. Nos tomamos más fotos. Sonreímos demasiado, nos duelen los cachetes. Sobrevolamos la pirámide del sol y de la luna. Qué privilegio poder hacer esto, ver la historia desde el cielo. Subimos a más de 10,000 pies, como un Cessna pequeño. Arriba, el cielo es azul cerúleo. Se puede ver todo. Tampoco hay ruido, excepto nuestros respiros y el fuego del globo. Miro a Sofía, roja de la sonrisa. ¿Qué hice yo para tener tanta suerte? Cuando aterrizamos, no podemos parar de hablar de la experiencia. Es de lo más bonito que he hecho desde que hice paracaídas, pero mucho más tranquilo y seguro. Estamos de regreso para el almuerzo.
Esa misma noche es la última. Tenemos una reserva en un restaurante recontra fancy pero ¿a quién engañamos? Regresamos al restaurante pequeño de sushi del primer día. A Wabi en la Roma, uno de los favoritos de Sofi. Esto es lo que me encanta hacer: encontrar lugares que se sienten como casa fuera de casa, lugares que compartimos juntos. El viaje, como siempre, como todos los viajes de la vida, acaba muy pronto, muy rápido. La vida es demasiado efímera para mi gusto. Sofía parte en la madrugada. Yo ya estoy en el aeropuerto, unas horas después. Ay, México, cómo te quiero.
No me quiero ir. Pero sé que regresaré pronto. Lo lindo de partir, es que se puede regresar.
Increible, que rico viaje y que lindo es Mexico